Por Sandra Russo
Mientras este miércoles veía cómo los mineros chilenos iban saliendo de la cápsula Fénix después de ascender por el ducto que atravesaba la montaña, pensaba que el impacto mundial que estaban teniendo esas imágenes seguramente deparará a la expresión “salir por el ducto” un destino en el lenguaje global.
El rescate mismo, su esencia, su fascinación, consistía en ofrecer al espectador una imagen que era al mismo tiempo un fantasma, una hilacha del inconsciente, un punto de sentido a la vez político, social, científico, narrativo, audiovisual, épico, morboso, existencial. En fin, “el ducto” era llamado también “cordón umbilical”. Y los mineros estaban atrapados en “las entrañas” de la tierra.
La situación era, por su descripción casi seca, un cuento de terror. De terror de época, además: entre los espectadores había millones de fóbicos posmodernos que transpiran si un ascensor se queda cinco minutos parado. Allí había treinta y tres cabalísticos hombres pertenecientes al mítico trabajo de mineros, que yacían desde agosto seiscientos metros bajo tierra en el desierto de Atacama. Esa historia hubiera terminado como tantas otras centenares de miles en la historia de las minas. La mina es en sí misma un lugar sacrificial de América latina. Lo que llevó a Evo Morales a Chile no fue solamente su obligación como presidente para recibir al compatriota en su regreso a la superficie, sino también su conciencia ancestral de lo que es una mina. Potosí es un símbolo del sufrimiento humano.
Lo que hizo de esta historia en particular la Gran Historia no fue sólo la resistencia de los mineros, sino la cobertura de esa resistencia: fue una catástrofe en la que las nuevas tecnologías de comunicación permitieron restablecer la esperanza y la cooperación entre quienes esperaban el rescate y los rescatistas.
Al mismo tiempo que corría en nuestras mentes la película que ya veremos en los cines, mientras hubo que soportar otra vez el relato de los ex rugbiers uruguayos, mientras el rescate, en fin, encontraba un destino de espectacularización sin precedentes, otras películas aptas para menos público reforzaban la historia. Películas de otro orden, tan subterráneas como el agujero en el que los mineros permanecían atrapados.
Uno de los alcances más fuertes de esta Gran Historia reside ahí, en su faz polisémica, en su constante juego entre realidad y metáfora. La expresión “volver a nacer” después de un peligro de muerte se desplegó esta semana en Chile en su máxima extensión. La escena se ajustaba increíble, casi arteramente a esas palabras: los mineros yacían en las entrañas de la tierra, eran alimentados y provistos en la resistencia de meses a través de la “paloma”, que llegaba por el “cordón umbilical”. Todo Chile, representado en los rescatistas –también en los funcionarios, particularmente en el exultante ministro de Minería y el presidente Piñera–, era la obstétrica que los devolvería a la vida.
Más allá de todos esos elementos narrativos densos, consistentes, el espectáculo en sí mismo del rescate lo que ofreció fue la visión repetida y nunca del todo asimilada de hombres que “salían del ducto”, esto es: volvían a nacer. La estrechez terrorífica del ducto, su largo descomunal en proporción a su ancho, lo desconocido, lo peligroso del destino allá abajo, las traiciones de la mina, la contingencia misma de la vida era lo que estaba en juego en cada viaje de ida y de vuelta.
Pero además, el dispositivo mediático permitió no sólo darle el baño mitológico al rescate, sino convertir a los mineros en treinta y tres personas identificables, con nombre y apellido y con historia. Esto no es menor, toda vez que los mineros de todo el mundo han sido y son seres esencialmente anónimos, cuyas muertes las lloran los propios, pero que para los ajenos son gajes del oficio.
No le fue posible a casi nadie sustraerse a la visión recurrente de esos rescates. En principio, porque los medios de todo el mundo suspendieron programaciones enteras para entregarle a la Gran Historia su condición de record de audiencia, ya comparada con el primer viaje a la Luna. Pero también porque esta Gran Historia dice algo de los ductos por los que no nos animamos a pasar.
No es casual esa comparación. La Luna era un objetivo espacial y al mismo tiempo un abstracto y extracto emocional para aquellos millones de espectadores, como lo sigue siendo ahora. Esto es, un lugar hasta donde querer mucho a alguien, algo que se pide como prueba de amor, una metáfora.
El rescate de los mineros fue su contracara, más acorde con la sociedad de consumo global en la que vivimos, plagada de aislamiento, de individuación y fobia. Es sobre esa base en la mirada que el espectáculo del rescate vino a mostrar solidaridad, cooperación y organización. Hay hambre de todo eso en la superficie, y los mineros fueron pródigos en eso. Vino a hablar también de la necesidad y la efectividad de los liderazgos, y de la fortaleza emocional de un puñado de hombres toscos. Habló de inteligencia fáctica, porque todo lo que vimos tuvo que ver con inteligencia. La adaptación al mundo es posible sólo con inteligencia, pero de un tipo que no es la que califican los maestros en las escuelas. No somos entrenados en ella.
El mito siempre replica en su fondo algo de lo que tiene su forma. Resume en una historia y en unos personajes cuestiones básicas de la condición humana, preguntas sin respuesta, encrucijadas intolerables. En ese sentido, el éxito del rescate chileno ha calmado a la audiencia, como tienen por destino los mitos calmar la angustia de ser todos nosotros criaturas que, en un momento dado, deben optar.
Y en otro sentido, fue también disruptivo que el hombre que tomó para sí la responsabilidad de mantener unidos y resistentes a sus compañeros, el último en salir, Luis Urzúa, el que era esperado por el presidente Piñera para celebrar la coronación del éxito, haya sido capaz de salir del ducto y sobreponerse a su propio mito: lo primero que dijo es que deben cambiar las condiciones laborales de los mineros chilenos. Ahí se termina el mito y empieza la política.
Fuente: Pagina 12http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-155110-2010-10-16.html......................................................
Sobreexplotación
Por Alfredo ZaiatEl rescate de los 33 mineros chilenos provocó un impresionante alivio y emoción mundial. El derrumbe, la sobrevida y el traslado a la superficie de esos obreros desde el socavón fue un proceso dramático asimilado por la mayoría como un inmenso milagro. Se presentó como un acontecimiento originado en la naturaleza y desenlace en la providencia. Es evidente que una cuota de mala y buena fortuna prevaleció en semejante suceso, pero eso no fue lo único para explicarlo. El “milagro” del yacimiento de San Esteban adquiere su total dimensión cuando se privilegia en el análisis un factor central de esta historia referido a la característica del modelo laboral chileno. La eficiencia para el rescate es un hecho notable, pero esa virtud no debe ocultar que esa instancia ocurrió por un previo desprecio empresario a la vida de trabajadores. La sobreexplotación, desprotección social y la desaprensión en materia de seguridad constituyen rasgos estructurales del mercado laboral chileno. En algunas voces que dominaron el espacio público en estos días, el elogio exagerado, la mención de envidia por el orden y la ponderación de la calidad de la sociedad trasandina encierra el deseo de imitar el esquema de relaciones laborales y empresarias de Chile. Vale conocer algunas de sus particularidades para evitar distracciones.
El paradigma económico y sociopolítico neoliberal existente en Chile ha posibilitado la existencia de relaciones de trabajo altamente flexibilizadas, lo que ha implicado en variados casos un deterioro de las condiciones laborales y sociales de los trabajadores. El regreso a la democracia luego de la dictadura de Pinochet no ha implicado, sin embargo, un restablecimiento de normas de protección de los trabajadores. Por caso, el Código del Trabajo en su artículo 159 precisa las causales de despido. De las seis dispuestas, la última establece “caso fortuito o fuerza mayor”. Esa condición tan amplia permite a los empleadores golpeados por acontecimientos que no pueden prever, poner fin a los contratos de trabajo sin indemnizaciones. Esto se aplica, por ejemplo, ante naufragios, terremotos y actos de autoridad, como el toque de queda. Hace pocos meses, empresarios de las zonas afectadas por el fabuloso sismo de fines de febrero de este año, que alcanzó el centro y sur del país, empezaron a despedir trabajadores “con causa”. Así muchos no sólo padecieron la destrucción de su vivienda sino que también perdieron su empleo.
En Chile las reformas laborales comenzaron a implementarse ya en la década del setenta con la dictadura militar. Sandra Leiva Gómez, de la Universidad Arturo Prat, del Departamento de Ciencias Sociales en Iquique, explica en La subcontratación en la minería en Chile: elementos teóricos para el análisis que “en 1979 se promulgaron tres importantes leyes que tendían a flexibilizar fuertemente el mercado laboral. A través de la promulgación de éstas y otras leyes que le siguieron, las relaciones laborales tanto individuales como colectivas se tornaron altamente flexibilizadas”. Señala que durante los gobiernos de la Concertación se fueron realizando sucesivas reformas al Código del Trabajo, pero todavía permanecen importantes normas que dan cuenta de la inmensa flexibilidad laboral. Leiva Gómez apunta que en materia de relaciones laborales colectivas, los niveles de sindicalismo que ya habían disminuido drásticamente debido a la dictadura no han logrado recuperarse e incluso han continuado disminuyendo en democracia.
Un estudio realizado por el banco suizo UBS publicado por el semanario británico The Economist destaca que los trabajadores en Santiago de Chile tienen las jornadas laborales más largas de cualquier otra ciudad en el mundo, al sumar un promedio de 2244 horas trabajadas en el año. Los mineros chilenos trabajan en promedio 51 horas a la semana, más que cualquier otro sector de la economía (la media nacional es de 48,4 horas), según un estudio realizado por la Dirección del Trabajo. Esto implica 2754 horas al año. Esto se denomina sobreexplotación.
La cantidad de trabajadores ocupados en la minería chilena ha crecido en forma considerable, según la Encuesta Laboral de la Dirección del Trabajo. Mientras en 1985 existían 67.100 trabajadores empleados en este rubro, en 2005 había 133.989 trabajadores. En veinte años prácticamente se duplicó la cantidad de trabajadores mineros. A la vez, en los últimos diez años la cantidad de empresas mineras han aumentado en un 270 por ciento, casi se han triplicado. La cantidad de mineras era de 1322 en 1997, y en 2006 llegó a 3628. Ese espectacular crecimiento, en un marco de flexibilización laboral y normas favorables a las empresas, encuentra otro factor clave para ese desarrollo: la subcontratación, relación que precariza aún más el vínculo laboral. La especialista Leiva Gómez ilustra que en 1985 existía un bajo porcentaje (4,7 por ciento) de trabajadores empleados en mineras contratistas, y en 2005 este porcentaje crece en más de trece veces, llegando al 64,1 por ciento de trabajadores ocupados en contratistas.
La subcontratación es una herramienta de las compañías en su estrategia de flexibilizar aún más el mercado laboral. De esta forma, buscan abaratar costos de producción a través de esos mecanismos. Estos cambios han provocado profundas transformaciones en la sociedad, una de las cuales se refiere a la disminución del empleo clásico. El trabajo asalariado ha ido perdiendo preeminencia, y frente a él, han aparecido modalidades atípicas de empleo. Estas nuevas formas de empleo implican en algunos casos una pérdida de protección. Esa política para facilitar elevadas tasas de rentabilidad queda en evidencia cuando se producen catástrofes como la de los 33 mineros. Pero durante dos décadas, el yacimiento San José y su vecino San Antonio presentaron problemas de derrumbes, ventilación y vías de evacuación que no fueron subsanados por la empresa y derivaron en sucesivos accidentes fatales.
Luis Urzúa, el último de los 33 mineros en salir a la superficie, lo primero que le dijo al presidente de Chile, Sebastián Piñera, fue: “Espero que esto nunca más nos vuelva a ocurrir”. En esa misma línea, el último rescatista, Manuel González, luego de salir de la cápsula Fénix, le dijo a Piñera: “Ojalá esto no vuelva a suceder, que nos sirva de experiencia y que las cosas en la minería chilena sean diferentes”. La flexibilización, precariedad, el régimen de subcontratistas y las laxas medidas de seguridad son las características del modelo laboral chileno que no merecen el elogio, que en forma tan liviana se escuchó en estos días, para así poder cumplir con el deseo de esos mineros y rescatistas.
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Fuente: página 12http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-155184-2010-10-17.html
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